Por azar

Por casualidad un alumno del club, Ignacio Álvarez, en una librería de ocasión encuentra un libro de Judo y lo compra. Cuando me lo dice, le pregunto por el autor y no sabe decirme. Al día siguiente lo trae y me lo deja para que lo ojee y le de mi opinión.

El libro en cuestión se titula JUDO y su autor es Antonio Nacenta.

Antonio Nacenta que falleció en septiembre de 2016 a los 78 años fue uno de los pioneros del Judo en España.

Alumno del maestro Birnbaum y del Judo club Barcelona, yo personalmente no llegué a conocerlo. Conocí a su maestro al que tuve de profesor en mis cursos de titulación, igual que a algunos de sus compañeros y pioneros también ya fallecidos Emilio Serna, Paco Talens y en un par de ocasiones me presentaron a José Pons, y conozco y siento un gran cariño y reconocimiento por Pepín Bustos, pero a Antonio Nacenta solo lo conocía de nombre. Ahora que lo he buscado por Internet para saber más de él me he enterado de que era arquitecto de profesión.

El libro se titula JUDO, es de la editorial De Gasso y se editó en 1965.

Tiene cuatro partes claramente diferenciadas:

1ª.- ¿Qué es el Judo?

2ª.- El Judo que podemos aprender

3ª.- Descripción de las técnicas y sus respectivas variantes

4ª.- El mundo de la competición

La más extensa, y para mi la más irrelevante aunque curiosa por todos los movimientos que engloba, es la tercera que trata de las técnicas y es una exposición, cuando no una copia, del libro “Mi método de Judo” del maestro Kawaishi.

Lo que si me ha parecido interesante y he disfrutado leyendo son las otras tres partes en que relata experiencias personales con el Judo, cuando y cómo lo descubrió, la relación con su Profesor, su primera clase, sus compañeros, su primera competición…

Me llama la atención que cuando habla de sus compañeros, los cita, pero a su Profesor el maestro Birnbaum, no lo nombra ni una sola vez en todo el libro, se refiere a él como su Profesor, a veces como su entrenador y expone los consejos que le daba.

Pienso que es una forma de mostrar respeto hacia el maestro Birnbaum, el no sacarlo en los papeles…

Decir que leer a Antonio Nacenta ha abierto un mundo en mis escritos. He disfrutado con sus experiencias, lo he leído y releído muy a gusto y he recordado y me he sentido identificado con muchas de sus experiencias.

Se lo cuento a mi amigo y alumno Toño Gil, segundo dan matutino, con el quedo a tomar café cada día antes de la sesión. Y le comento que después de leer a Antonio Nacenta, cómo se inició y las diferentes situaciones que describe me dan ganas de escribir por las que he pasado yo.

Le pregunto a Toño, hasta que punto consideraría él interesante que las fuera desgranando en diferentes artículos, sin que pareciera pretencioso el hacerlo.

Porque lo que hizo Antonio Nacenta y lo que puedo hacer yo, podríamos hacerlo todos los judokas y todos nos enriqueceríamos con las experiencias de los demás.

Toño me anima a que lo haga y de alguna manera abre una ventana en mis artículos cuando a veces me cuesta encontrar un título sobre el que volcarme.

Ahora va a ser muy fácil. Aunque tengo mis dudas de que lo que cuente pueda interesar. También pienso que si cómo a mí, que sin conocer a Antonio Nacenta, me he identificado con sus experiencias, me han gustado y me ha animado a hacerlo, pueda resultar.

Y a modo de comienzo lo hago con el siguiente apunte:

 

El olor de “mi Judo” y lo que costaba económicamente hacer Judo cuando yo empecé. 

 

Nos remontamos a abril de 1969, hace se han cumplido ya 48 años (se dice pronto…).

Cerca de mi colegio, un militar, el capitán José Manuel García, cinto negro primer dan abrió el Club deportivo Northland y ofertaron que los alumnos del colegio pudiéramos durante las clases de gimnasia del colegio pasar al club a hacer Judo. Las clases de gimnasia en el colegio eran por la mañana o en mi caso a mediodía.

Dos días a la semana la cuota mensual era de 195 pesetas (1’17 euros).

Por el kimono, entonces todo el mundo lo llamaba así, pagué 360 pesetas (2’16 euros).

Era un judogi amarillento de la marca Daimyo que creo que traían de Alicante. Tenía un olor característico a algodón sin teñir y sin tratar como hacen ahora.

Si no querías comprarlo, lo podías alquilar por 75 pesetas (0’45 euros) al mes. En el club había taquillas metálicas que podías alquilar para guardar el judogi por 50 pesetas (0’30 euros), si no querías llevártelo a casa, o tenías la posibilidad de dejarlo colgado en unas barras cerca del techo en el vestuario.

Lo más higiénico era llevarlo a casa y airearlo, pero lo más cómodo era dejarlo en el club, en la taquilla si disponías de ella o colgado en las barras a riesgo de que alguien dispusiera de él.

La sala estaba en un sótano no muy bien ventilado, y el tapiz se componía de virutas de madera y mantas viejas cubiertas con una lona plastificada por lo que mi club olía a viruta de madera y a plástico.

Esto unido al clásico olor del algodón de los judogis Daimyo, que se juntaba con el olor a amoniaco al descomponerse el sudor de los judogis sudados guardados en las taquillas metálicas, se formaba una mezcla de olores difícil de olvidar, que llegó a conformar el olor de mi Judo.

Nota: Algunos de mis amigos cuando ha leído hasta aquí, me han preguntado ¿ya está?, ¿Dónde sigue? Y les he tenido que explicar que este apunte es un comienzo.

El protagonismo del artículo es para Antonio Nacenta y su libro, y esto es una primera muestra de otros muchos que puedan venir.